Taller literario virtual
Elaboración de un recuerdo a partir de la palabra “goma”
No sé como empezó mi manía por masticar las gomas de borrar. Quizás me servía para liberar tensiones o simplemente para mostrar mi desinterés por lo que algún profesor quería explicar. Aunque siempre preferí las blancas y blandas de caucho, que borran lápiz de dibujo, muchas veces me tuve que conformar con meter en mi boca las ásperas gomas con un extremo azul, que ostentaba borrar tinta pero no lo hacía, y uno rojo, que actuaba sobre el lápiz. Estas últimas tenían una textura casi arenosa y recuerdo que tardaba mucho tiempo en poder limpiarme la lengua íntegramente después de morderlas.
Durante la primaria y la secundaria mis dientes destriparon a cientas de indefensas gomas. Mi inocente madre creía que las perdía, pero mis amigos sabían muy bien el destino que habían corrido. Y no lo sabían por observarme morder este útil escolar durante las distintas clases, sino que aprendieron que jamás les devolvía una goma prestada en condiciones que se podrían catalogar como “sanas”. Además, creía firmemente que mi actividad era de lo más normal, y no me avergonzaba por ella como lo hago hoy, al imaginar mi triste escena cavernícola detrás del pupitre.
Las gomas tenían gusto a compuesto químico que se asemejaba a una especie de gas, pero que había sido solidificado. Olían a limpieza porque su aroma no remitía a nada que halla podido estar vivo en algún momento. Era casi como poder probar el aire de un quirófano desinfectado y preparado para realizar una cirugía a corazón abierto o comer fideos directamente del piso, sin ningún miedo tragar suciedad o alguna bacteria.
Más allá de esto, creo que si alguien hubiera observado detenidamente mi accionar, habría pensado que era un chico criado entre gorilas que había sido traído a la civilización y puesto dentro de aquel uniforme, de camisa y corbata, de colegio inglés.
Elaboración de un recuerdo a partir de la palabra “goma”
No sé como empezó mi manía por masticar las gomas de borrar. Quizás me servía para liberar tensiones o simplemente para mostrar mi desinterés por lo que algún profesor quería explicar. Aunque siempre preferí las blancas y blandas de caucho, que borran lápiz de dibujo, muchas veces me tuve que conformar con meter en mi boca las ásperas gomas con un extremo azul, que ostentaba borrar tinta pero no lo hacía, y uno rojo, que actuaba sobre el lápiz. Estas últimas tenían una textura casi arenosa y recuerdo que tardaba mucho tiempo en poder limpiarme la lengua íntegramente después de morderlas.
Durante la primaria y la secundaria mis dientes destriparon a cientas de indefensas gomas. Mi inocente madre creía que las perdía, pero mis amigos sabían muy bien el destino que habían corrido. Y no lo sabían por observarme morder este útil escolar durante las distintas clases, sino que aprendieron que jamás les devolvía una goma prestada en condiciones que se podrían catalogar como “sanas”. Además, creía firmemente que mi actividad era de lo más normal, y no me avergonzaba por ella como lo hago hoy, al imaginar mi triste escena cavernícola detrás del pupitre.
Las gomas tenían gusto a compuesto químico que se asemejaba a una especie de gas, pero que había sido solidificado. Olían a limpieza porque su aroma no remitía a nada que halla podido estar vivo en algún momento. Era casi como poder probar el aire de un quirófano desinfectado y preparado para realizar una cirugía a corazón abierto o comer fideos directamente del piso, sin ningún miedo tragar suciedad o alguna bacteria.
Más allá de esto, creo que si alguien hubiera observado detenidamente mi accionar, habría pensado que era un chico criado entre gorilas que había sido traído a la civilización y puesto dentro de aquel uniforme, de camisa y corbata, de colegio inglés.
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